domingo, 28 de mayo de 2017

Cuento 22 del libro: Un día normal


Un día normal 

            Escribías palabras casi sin tener conciencia de ello, después las mirabas como si fueran absurdos suspendidos en una línea imaginaria, y sumido en un gran desánimo, las hacías desaparecer sin el más mínimo remordimiento. La hoja quedaba horriblemente blanca, no sabías qué se hacían esos signos sacados de algún lugar de tu cabeza, quizás regresaban a su antiguo lugar, de donde salieron a destiempo.
            Las escenas desfilaban una tras otra y siluetas indefinidas trataban de manifestarse sin lograr comunicación contigo, así que procedías a eliminarlas como en una especie de efecto dominó. Las veías esfumarse en un fusilamiento dictatorial, a la brava, con la seguridad de que eran simples apariciones llegadas a entorpecer tu tarde de escritor.
            Cerrabas los ojos, te concentrabas en luminosos puntos azules y blancos que iban y venían ante tus párpados cosidos por la fuerza de las pestañas. Buscabas un rostro definido, una expresión indiscutible, una frase que se sostuviera independiente de tu capricho de pequeño dios. Las manos inseguras sobre el teclado, como buscando una clave secreta donde pulsar la expresión correcta, entonces vendría a la vida un texto con pasaporte a la libertad. 

            Abrías los ojos y ante ti se alargaban algunas palabras, todas ellas rebuscadas, ladrando asquerosamente, sin conseguir transmitir la más exigua de las inquietudes, pura forma dilatada, fachada de casa vacía que te llenaba de un doloroso placer de destruir. Y te quedabas vaciado, peor que antes de borrarlas. Con desespero acudías a la memoria, buscando un episodio, una gesta, una vivencia fundamental de donde tomarte; asir con todas las fuerzas de tus dedos el teclado, trasgredir ese cerco inaccesible que no dejaba materializar el universo que llevas dentro.
            Una taza de café, desplazar la sensibilidad al humo que se filtra por la nariz y sentir un leve reposo, una especie de armisticio contra un enemigo oculto. Paladear la bebida y borrar nuevamente ese ejército de hormigas que no dicen nada. Dos horas perdidas frente a este desafío de escribir algo memorable, o por lo menos decente, es decir, algo con el mínimo crédito literario. O tal vez has ganado al no dejar con vida la basura pestilente que habías escrito…

            Otro sorbo de un café ahora frío, una vuelta de tigre enjaulado y la necesidad apremiante de encontrar una fuente exacta, un tema que ancle y se identifique pleno con tu oficio. A pesar de tantas ocasiones repetidas, de ver calcados los fracasos, cada nuevo duele más que el anterior, es una experiencia que no sirve en absoluto. Y dejas el índice derecho sobre el punto………………… y éste se repite burlón, ineficiente, inoperante, blasfemo. Una ociosidad que te gana, que te desprestigia ante ti mismo, una derrota declarada y una tecla al azar mmmmmmm para que brinque la maldita liebre de donde se esconde...  Aguardas. Café frío y un agrio en las entrañas, vas al baño a orinar tu capitulación…

            Te aplicas de nuevo y te sientes más estúpido, más vulnerable… Que la literatura es trabajo, recuerdas, mucho trabajo, y aquí, exprimiendo la ocasión, pareces un imbécil, eres un imbécil de mirada perdida, que ha salido por la ventana, espiando las dimensiones artísticas de una naturaleza muerta, y el viento moviendo las hojas, y de paso las palabras que no llegan. Descubres, con resignación, que las frases escritas, las palabras manejadas, y todo ese hacer que aparece en algunos cuentos, poemas y otros escritos, te utilizaron a su antojo. ¡Vaya, calabaza! Miras el pocillo, en el fondo el almíbar del azúcar y varios caminos difíciles, un desierto infranqueable, un jeroglífico para toda la vida y en un punto escritor, inseguro, dándole al miedo, a la debacle, a la oscuridad, al imposible, con una terquedad de necio, de dios vapuleado por las circunstancias, y esta minería de perder, de encontrar, sin saber, el pedernal que menos querías…  Cuando ya no aguantas más, sacas la mano, borras con rabia y te acercas al precipicio…

©Juan Carlos Céspedes Acosta